BILBO-BILBAO

dsc00975.JPG

Halid mira a su cautiva con curiosidad. Es pequeña. Joven, todavía. Ese brillo de la piel, su fina cintura. Es hermosa. Halid la contempla mientras ella agita sus brazos frenéticamente arriba y abajo, intentando encontrar algún punto de apoyo para escapar. Inútilmente. Halid la tiene bien agarrada. Ni muy fuerte, ni demasiado suave. Por detrás, por debajo del abdomen. Tal como le enseñó hace tiempo bubaa, su abuelo. De la única manera, le decía bubaa sonriendo alguna secreta gracia, que se puede agarrar a una abeja sin que te pique.

Hace tiempo que Halid no había visto una abeja. Y todavía hace más tiempo que no se acordaba de su abuelo, de su voz cascada y de sus consejos redondos como piedras de río. Si alguna vez pensara en ello, pensaría que esos recuerdos se quedaron sin poder pasar los nevados puertos de montaña que rodean su aldea y todo el valle de Zaouian-Ahansal, allá en el Atlas marroquí. O que se perdieron en el largo camino a pie a Tánger. Que no alcanzaron a saltar la alambrada para entrar en Melilla. Y que, de todas formas, se ahogaron definitivamente cruzando el estrecho de mar que separa África de Europa.

Por ello, Halid observa con incredulidad a la abeja que se ha posado sobre los fulares que cubren su mesita plegable, y que ahora sujeta entre los dedos. Te has equivocado, le dice sin mover los labios. Esto no son flores, son pañuelos de colores para turistas. Te has equivocado, le repite, fíjate bien, no estás en las faldas del monte Tarbouk. Esto es Bilbao. Mira el destello de la ría, arrastrándose mansamente hacia el mar. El semblante gris de la gente. El metálico museo que nos vigila desde el otro lado de la plaza. Date cuenta. Esto es Bilbao. Te has equivocado.

Pero la abeja niega tercamente su error, moviendo la cabeza a izquierda y derecha. Trata en vano de huir. Muestra su aguijón. Halid se cuida bien de no acercar mucho los dedos, para protegerse. Para protegerla. Pues es una de las cosas que no ha olvidado. La picadura es siempre causa de muerte. Para la abeja. Una vez que hinca el aguijón, muere sin remedio. Mejor sería, solía decir bubaa, si el hombre hubiera tenido la misma condición. Se lo pensaría dos veces antes de atacar a nadie.

Halid suspira. Se pasa la mano libre por la cabeza. Pero lo único que consigue dominar es su pelo, negro y ondulado. Los recuerdos se rebelan. Trayendo olores de encina y adobe, ecos idealizados de una vida que le parece no haber vivido nunca. Cierra los ojos. Piensa que será ya tiempo de recoger almendras. Que ya habrán llevado las olivas al trujal. Y es ese último pensamiento el que acaba por distraerle y hacerle separar los dedos.

Halid parpadea, volviendo a Bilbao, e intenta en vano seguir el vuelo de la abeja. Pero adivina, con una mueca extraña parecida a media sonrisa, que habrá emprendido camino a casa, tomando rumbo al sur, hacia las laderas almendradas del valle de Zaouian-Ahansal.

Eluska, cruzando la plaza en dirección al puente de Deusto, ha observado desde lejos, extrañada, al chico marroquí. ¿Qué soltaba? Una abeja. La ha visto pasar por encima de su cabeza y dirigirse a la gran escultura de flores con forma de sabueso que los expertos en marketing plantaron a la entrada del museo Guggenheim. Puppy. Así se llama el jodido perro gigante, floreado reclamo para insectos y turistas. Se rasca la oreja mientras camina a paso lento. ¿Cómo cojones se supone que hay que pronunciar ese nombre? ¿Pupi? ¿Papi? Es ridículo. Pero claro, se dice Eluska, siendo el perro guardián de un museo de fama internacional, había que bautizarlo en inglés, idioma que tiene mucha más clase que el español. Y, por supuesto, muchísimo más glamour que el euskera. Esa lengua tan nuestra y tan pintoresca, de la que casi todos los políticos hablan, y que casi ninguno de ellos habla.

Eluska se para un momento para colocarse mejor el tirante del sujetador. Es nuevo, y le aprieta. Ha hecho mal en estrenarlo para la entrevista en la Diputación. Un suspiro. Menea la cabeza. Le saca de quicio esa clase de gente. Cargos políticos apoltronados en puestos clave de la administración, sin ninguna intención de llevar a cabo proyectos innovadores, pero con todo el poder para detenerlos.

O sea que, a fin de cuentas, se trata de una página web, le ha cortado el responsable de cultura de la Dipu, sin dejarle terminar la exposición. Bueno, es más que eso, le ha respondido Eluska a bote pronto, intentando rehacerse. Buscando las palabras justas (dos, tres frases a lo sumo) que sabe, por experiencia e instinto animal, son vitales en ese mismo momento para salvar su propuesta del engañoso muy bien, pues estudiaremos a fondo la documentación, muchas gracias, que precede al carpetazo definitivo.

Pero, ¿cómo resumir en una docena de palabras el trabajo e ilusión de casi un año? Podría ponerse seria y decir: nuestra intención es crear un portal en la red, que posibilite que los jóvenes utilicen el euskera fuera del entorno familiar y escolar, tal como ya le he adelantado antes y está redactado en el prólogo del informe. O bien, optar por un tono más directo e informal explicando que: mira, esta es una apuesta seria para ganarnos el tiempo de ocio de los chavales, tú y yo sabemos que si no lo usan de forma natural en sus ratos libres, todas las campañas de concienciación serán en balde. O, también, podría intentar la vía técnica y detallarle que: es un proyecto muy complejo, que incluye juegos on line, descargas de maquetas de grupos musicales, chats…

Pero Eluska no ha dicho nada de eso. En vez de ello, se ha rascado la oreja en un gesto que es muy suyo, ha fruncido el ceño, y le ha respondido: sí, es una página web, en la que puede ir, en primera línea, o bien el logo de la Diputación como organismo subvencionador de la misma, o bien un panfleto para toda Euskadi con un llamamiento para manifestarse cada semana ante este edificio.

El responsable de cultura la ha mirado. Eluska le ha devuelto la mirada. Un segundo. Dos. El político, como quien hace aparecer un conejo, se ha sacado una sonrisa perfecta de la nada. Muy bien, pues estudiaremos a fondo la documentación, muchas gracias.

Cabronazo. Se le escapa otro suspiro. No se siente con fuerzas para seguir. Mira alrededor. El chico marroquí, el de la abeja, la observa sonriendo. Eluska se acerca a su puesto, retirándose un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Su sonrisa es mucho más franca y abierta que la última que recuerda. Hola, qué tal. Se agacha simulando interesarse por los fulares y, de paso, le echa una buena ojeada al vendedor. De cerca es más guapo de lo que parecía.

Joseba pasa en ese momento por detrás de Eluska y no puede dejar de mirarle el culo. Bonito trasero treinteañero enfundado en unos jeans bien pegados. Quieto, se recrimina a sí mismo furioso. Pero qué narices estás haciendo. Basta ya. ¿No tienes suficiente con lo que has hecho?

Aprieta el paso hacia el parking subterráneo, con el ticket de aparcamiento ya doblado de tanto darle vueltas. La culpa es de internet, se dice intentando creérselo. Esa red, esa maldita red de araña en la que incautos de su especie caen como moscas. Llena de trampas abiertas esperando cualquier resbalón.

Es justo lo que le ha intentado explicar a su jefe. Fue una equivocación, un despiste. De verdad. Buscaba información sobre nuestra competencia en el sector de cerraduras y puertas de seguridad, TESA. Pero por un mero error de mecanografía (maldita casualidad, sucio destino) pulse la T en vez de la S (Dios, ¿por qué colocan esas letras tan juntas en el teclado?) y ahí empezó todo. Le di a enter esperando encontrarme un portal corporativo de venta de cerraduras  www.tesa.com) y en su lugar me topé con una página llena de mensajes obscenos y un catálogo de mujeres despechugadas  www.teta.com). Se lo juro, jefe. Fue por casualidad.

Lo que Joseba no le ha contado, ni ha intentado explicar a su jefe, es cuánto tiempo hace desde que aquel baile de letras le llevó hasta esa página porno. Ni cuántas veces la ha vuelto a visitar (a drede, a fondo) desde entonces. Hasta el punto de convertirse, tras el café en la máquina y la visita al baño, en diaria rutina matutina: una mirada furtiva por si alguien viene (bendito armario enroñado que le tapa la retaguardia), un clic para entrar en internet y unos cinco/diez minutos de homenaje a la vista. Una costumbre que no tiene nada de malo y que le tranquiliza.

Tanto, que hoy no se ha dado cuenta cuando su jefe se ha acercado pausadamente, y se ha parado junto a su mesa con un informe en la mano y lo ojos (desorbitados) fijos en las imágenes de su pantalla.

Dios mío, Dios mío. Mañana hablaremos de esto, le ha dicho, cortante, el jefe. Joseba traga saliva acordándose del brillo inflexible de su mirada y la fuerza con la que le ha tirado el informe sobre la mesa. Seguro que le despide.

Ha llegado, casi sin darse cuenta, a una de las entradas para peatones del parking. Se agarra a la barandilla y empieza a bajar las escaleras con la expresión de quien desciende a los infiernos.

En el primer piso, se cruza con una trabajadora de la limpieza que carga, cansina, un cubo lleno de agua. El ángulo de los escalones y el cuello del uniforme le brindan una vista perfecta de su escote, pero Joseba frunce el ceño e intenta concentrarse en el suelo recién fregado. Pisando despacio, como si tuviera miedo a resbalar.

Bego sube las escaleras, sorprendida. El hombre con pintas de contable de banco le ha mirado las tetas al pasar junto a ella, en el último momento. Sonríe. Hacía tiempo que no se sentía deseada.

Su marido, el pobre, trabaja de camionero autónomo llevando componentes de máquina herramienta desde Mondragón a Frankfurt. Siempre urgente, siempre en precario. Transputeado. Cuando para en casa, la mayoría de las veces prefiere agarrar la almohada antes que estrechar el cuerpo de su mujer. De todas formas, concluye Bego, haya optado por una o por la otra, siempre termina igual: roncando a los cinco minutos, exhausto.

Y eso que Bego está todavía de buen ver. Sólo tiene cuarenta y un años, y se mantiene en forma a base de currar. Subir y bajar tantas escaleras cada día, se dice, te moldea el culo mejor que diez sesiones de aerobic.

Es lo que le responde a Amaia, su única hija, cuando ésta le pide, con descaro quinceañero, que le pague la inscripción en el gimnasio donde se han apuntado todas sus amigas. Bego endurece el gesto mientras vacía el cubo en las rejillas de diseño de la plaza Gugenheim. Qué envidiosa e insegura es la tontolescencia. Y cuán cierto es que quien menos tiene es quien menos reclama. Ella, por ejemplo. Ella que no conoció a su padre (muerto en la epidemia de tuberculosis de la posguerra) pero que sí vio a su madre deslomarse para sacar adelante a sus cuatro hijos. Ella que, a su vez, tuvo que dejar los estudios que tanto le gustaban, para empezar a trabajar a los catorce años en la textil y colaborar así en la economía familiar.

No ha parado desde entonces. Pues ni las ganancias del camión de su marido, el pobre, ni su sueldo de fregasuelos dan para muchos lujos. La vida está muy cara.

Por eso le duele lo de Amaia. No tanto sus estúpidos vicios (el tabaco, la moto, la pretensión de ir cada fin de semana a discotecas), ni sus manías de niña pija de barrio pobre (el maquillaje, las ropas de marca, el gimnasio). No. Lo que de verdad le jode es su desprecio.

Bego se seca el sudor de la frente con la manga de la bata. Se había dado cuenta de cómo le torcía el gesto cuando la encontraba en la calle con sus amigas de clase. Cómo se reían (medio a escondidas, medio a la cara) de ella. Eso lo sabía, aunque no pensara mucho en ello. Pero lo que le ha producido una sobredósis de pena, lo que ha hecho estallar el dolorímetro, ha sido lo del diario. Ese diario de tapa dura y papel bueno que le regaló por Navidad y que tanto le costó.

No ha sido su intención fisgonear en él. Pero ya que lo dejó encima de la cama, abierto, como si quisiera que lo descubrieran… No ha podido resistir la tentación y, antes de venir a currar, lo ha leído. Ha leído lo que su querida hija, esa por la que tanto trabaja y sufre, piensa de ella: le da asco. No aguanta su olor a lejía, sus manos ajadas y sus maneras de aldeana. Cada vez soporta menos oírla hablar de cómo ha subido el litro de aceite en el super y, todavía menos, esa estúpida costumbre suya de inventar palabras. Odia que las vean juntas. Se avergüenza de ella.

Bego se ha quedado quieta, de pie, con el diario entre las manos. Como un árbol talado que no sabe a qué lado caerse. Ha derramado una lágrima. Algunas lágrimas. Y luego, ha buscado el bolígrafo en la mesilla y sobre las páginas del diario ha escrito HIJA DE PUTA en letras mayúsculas. Cosa que siempre resulta duro, pero más si se lo dices a tu propia hija.

Ahora, sin embargo, se siente mejor. Camina más segura. Más ligera, con el cubo vacío en la mano. Cruza la plaza y se dirige al museo, donde le quedan todavía tres horas de curro. Toca el timbre y espera a que el segurata le abra. Mientras, se mira en el reflejo de la puerta y decide que está muy pálida. Que le vendrían bien unas vacaciones en la playa (en Benidorm o, incluso, en Canarias) junto con su marido, el pobre, a cuenta del dinero que tenían ahorrado para la universidad de la niña.

Carlos le abre la puerta a Bego y aprovecha para salir un rato a la plaza a echarse un cigarrillo. Maldita ley anti-tabaco que le impide fumar en el trabajo y le hace la vida imposible. Carlos enciende el pitillo y le da una calada más que ansiosa, aspirando el humo como quien respira oxigeno después de haber estado un minuto bajo el agua. Cierra los ojos. Se acaricia la nuca. El día que sea millonario, decide, fumará más puros que Churchill y nadie se atreverá a pedirle que los apague.

Le da una nueva calada al cigarrillo. Esta vez, deja que el humo flote y se eleve con el viento. Hace tiempo que lo viene pensando. Nada de loterías ni de cupones para ciegos. No va a dejar algo tan importante como su futuro en manos de la suerte. No.

Carlos es un individuo inteligente. Racional, tal como gusta definirse a sí mismo. Sabe lo que quiere y donde conseguirlo. Sólo le falta el cómo, pero esa es una cuestión de paciencia y cuidado en los detalles. A fin de cuentas, se dice, si fuera tan fácil robar en el museo Guggenheim, cualquiera lo haría a diario.

Pero él, como miembro del equipo de seguridad del museo, parte con ventaja. Tiene acceso a la información. No a toda, evidentemente, pero sí a muchos datos que le serán vitales: turnos de guardia, claves secundarias, procedimientos de emergencia… Y también cuenta con otra baza, aparentemente más superficial, aunque igual de importante para su objetivo: conoce bien a la gente que trabaja dentro. Qué compañero se duerme a partir de las dos de la madrugada. Quién tiene problemas de incontinencia y se pasa media guardia en el baño. Qué responsable de mantenimiento deja el ordenador encendido y con contraseña.

Ya ha logrado, gracias a ello, imprimir los planos detallados del edificio junto con las especificaciones técnicas de cada planta. Se pasa noches enteras estudiando cada detalle de las vías de ventilación, las cámaras de seguridad y los almacenes subterráneos. Hace cálculos. Mide distancias. Planea.

Se dice, igualmente, que con un cuadro pequeñito tendría suficiente. Uno feo, moderno, que nadie vaya a echar de menos, ni suscite demasiada investigación. Pero que, una vez vendido en el mercado negro, le dé bastante para comprarse una hermosa finca en el campo. En Palencia, por qué no, cerca del pueblo de sus padres. Allí hace falta menos para apañarse la vida. Podría invertir en alguna empresa local o, incluso, montar un buen viñedo. Sí. Cuando sea millonario, puntualiza, beberá vino de reserva cada día y fumará más puros que Churchill.

Una voz distorsionada, no obstante, impide a Carlos terminar su cigarrillo. No digamos empezar a hacerle la competencia a Sir Winston. El jefe de sección que le llama por el walkie. Sí, dígame. Escucha en silencio un instante. De acuerdo, ahora voy.

Carlos apaga el transmisor y se dirige con paso lento hacia el otro lado de la plaza. Hacia el morito que vende baratijas a los paseantes. Carlos se rasca la barbilla. Mira que son capullos los jefes. No soportan que estos desgraciados se saquen cuatro perras a su sombra. Opinan que estos emigrantes dañan la imagen del entorno del museo. Carlos suspira pero estrecha la porra que lleva sujeta al cinto. Cuando sea millonario, decide, ya será más benévolo con los pobres.

En el mismo momento en el que Carlos desenvaina su porra metálica, Joseba saca su coche del parking. Es por eso que no ve el amago de pelea con Halid, ni oye los airados gritos de protesta de Eluska. Está demasiado hundido en su propio pozo de miseria como para interesarse por el resto del mundo. Llega a la máquina y baja el cristal. Introduce, a duras penas, el manido ticket en la ranura. Observa cómo se alza la barrera. Menea la cabeza. Está enfermo.

Pisa el acelerador y avanza sin acordarse de subir la ventanilla. Un error fatal. Pues es por esa ventana por la que entra la abeja. Joseba grita. Las odia. Les tiene un pánico ciego desde niño. Intenta darle un manotazo para espantarla, desatendiéndose del volante. Pero el efecto es el contrario. Joseba asusta a la abeja que, en propia defensa, le ataca. Le hinca el aguijón en el brazo derecho. Muere matando.

Eso es, justamente, lo que le pasa por la cabeza a Joseba cuando alza la vista y ve que el coche se dirige, tras cruzar media plaza fuera de control, contra un pequeño puesto ambulante para turistas. Hay tres personas que discuten y que no le ven llegar. Frena con todas sus fuerzas, pero es demasiado tarde. Se lleva la mesa por delante y colisiona contra una farola. Oye el estrépito del choque, los gritos de terror, el tumulto de la gente. Pero todo le llega a media voz, lejano. Amortiguado por el envolvente abrazo del airbag de serie de su coche, que le acaba de salvar la vida.

Halid, en el suelo, escucha el mismo estrépito que Joseba. El choque, los gritos, el tumulto. Él también percibe todo ese barullo como si viniera de lejos. Se le nubla la vista y los sonidos se vuelven ecos.

Aún así, le parece escuchar a la chica morena que le ha comprado el fular, gritándole, agachada sobre él. Y detrás, de pie, acierta a distinguir al desagradable poli del museo, hablando serio por un transmisor. Pero todo le llega velado, como si estuviera tapado por cien sábanas invisibles.

Siente un dolor agudo en las costillas, que le impide respirar. Le da la impresión de estar desinflándose por momentos. O todo lo contrario, rectifica. Ahora le parece que se infla como un globo. Que vuela en el aire. Y sonríe. Pues imagina, con un último pensamiento, que se ha convertido en abeja, y que emprende el camino a casa, siempre al sur, hacia las almendradas laderas del valle de Zaouian-Ahansal, en el Atlas marroquí.

Xabier Etxeberria

 

Ekaitza bainuontzi batean