"Patxi gurea"

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Lehendakari izateko pertsona “onegia” dela esateraino, laudorio, gorespen eta alabantzen zerrenda amaigabea egin du Pedro J. Ramirezek. Izan al daiteke, ordea, lehendakari bat onegia?

Inor ez izatetik, espainiar guztiena izatera igaro den Patxiri buruz hitz egiten du. Ahaztuaz, ziurrenik, agian Espainiar guztiena (halakorik esatera ausartuko ez nintzatekeen arren) den hori bera, euskaldun gutxi batzuena baizik ez dela. Gutxiengo txikiegi batena, esango nuke.

Ipuin bateko protagonista perfektua dirudi Pedro J. Ramirezen luman Patxi Lopezek. Guztia ondo egiten duen horietakoa, idazleen irudimenean baizik existitzen ez duen horietakoa.

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Patxi nuestro

Cadáveres podridos de palomas obturan algunas de las cañerías que descienden del tejado de Ajuria Enea, sorteando los pináculos del alero de la cubierta y los arbotantes de los esquinales cilíndricos de la planta superior. En los días calurosos del verano, o según como soplara el viento, un hedor mefítico envolvía determinadas zonas de la residencia del nuevo lehendakari, recordándole que allí habían pasado muchas cosas antes de que llegara él. No es una metáfora, ni siquiera un brote tardío de justicia poética destinado a evocar la descomposición y el olor a cadaverina que exhalaban todos los planes y «procesos de paz» alentados por el anterior inquilino del palacio. Es tan sólo un parte de intendencia, transmitido aséptica y resignadamente por una colaboradora fiel: «No sabes en qué estado encontramos esto. Pero Patxi decidió no tocar nada que no fuera imprescindible porque en plena crisis no era cosa de rodear Ajuria Enea de andamios».

A Patxi le están saliendo canas en las dos curvas que bajan de la frente a las patillas. Sus gafas de montura pálida acentúan el tono blanquecino de su tez y le dan ese aire de contable abnegado, dispuesto a quedarse todas las noches hasta las tantas para sacar el trabajo adelante y procurar un futuro mejor a su familia. Todo en él -vestimenta, ademanes, aficiones, focos de interés- desprende naturalidad. Es un hombre corriente, pero no es un hombre gris. Tiene tirón, genera empatía. Su historia parece sacada de una película de Frank Capra a la española: el hijo de un trabajador manual de Portugalete decidido a ejercer de presidente de todos los vascos de buena voluntad, sustituyendo las fantasías endogámicas del nacionalismo por un concepto abierto de ciudadanía.

Desde el pasillo acristalado por el que se accede al comedor del edificio de la Lehendakaritza Patxi López me muestra el recorrido que siguió Fernando Buesa durante el que habría de ser el último paseo de su vida, el 22 de febrero hará diez años. «En ese edificio de ahí estaba el etarra que activó la bomba con el mando a distancia», me dice señalando un conglomerado blanco repleto de ventanales a poco más de doscientos metros.

Cuando ocurrió aquello yo no lograba comprender que el jefe de un gobierno democrático fuera capaz de asumir que asesinaran al líder de la leal oposición delante de su residencia, no ya sin dimitir sino sin tan siquiera rectificar un ápice su empecinada defensa de un proyecto coincidente con el de los asesinos. Ahora al comprobar in situ esa cercanía palpable que ninguna foto o gráfico terminan nunca de reflejar -literalmente el crimen sucedió delante de sus narices- es imposible no sentir una descarga de indignación y no lamentar que ese fanático sin entrañas pudiera aún permanecer en el poder nueve años después de aquello.

Patxi habla de las víctimas, del apoyo que les presta, de tal o cual próximo aniversario con afecto, con emoción, con humanidad, nunca con ira. El principal logro de sus ocho meses y quince días en el cargo ha sido la deslegitimación social de la violencia y el acoso a quienes la justifican y ensalzan hasta expulsarlos del espacio público de las fiestas populares. Sólo por esa elemental profilaxis -un verano sin carteles de etarras en medio del txakoli, sin aquellos muros de la vergüenza que convertían en héroes a los asesinos delante de las viviendas de sus víctimas- ya habría merecido la pena que se hubiera formado este gobierno con el inteligente consejero de Interior Rodolfo Ares al frente de una Ertzaintza por fin motivada para cumplir con su misión legal sin tapujos ni reservas mentales.

Pero está habiendo mucho más. «Acabo de reunir a mi Gobierno y les he dicho que podemos estar orgullosos porque lo estamos haciendo muy bien», explica el lehendakari. No es que no tenga abuela. Siempre será una persona más que modesta, realista. Pero aunque le haya tocado lidiar con la crisis, Patxi López ve un horizonte de recuperación más inmediato e intenso en el País Vasco que en el resto de España. Se siente arropado por los empresarios -«Nos apoyan más de lo que lo hacían con el PNV»- y habla del impulso a las obras del Tren de Alta Velocidad como el compendio y representación de un proyecto orientado a situar Euskadi más cerca de todo.

Entre tanto ha iniciado, con menos contundencia de la que la mayoría de sus electores querrían pero con plena claridad de ideas, el desmontaje del tinglado nacionalista, la sustitución de un régimen de poder monolítico ligado a la obsesión identitaria por la articulación de una sociedad vasca basada en el pluralismo. Un primer paso decisivo ha sido la anulación de las disposiciones que habían convertido el euskara en la única lengua vehicular de la enseñanza. Queda por articular un modelo educativo que él y su equipo consideran que debe ser trilingüe -con el inglés pesando casi tanto como los dos idiomas oficiales- y antes o después tendrán que encarar el problema de la reducción de la oferta de enseñanza en español, replegada a las zonas con mayor inmigración y pobreza por los usos sociales del nacionalismo y treinta años de subvenciones al euskara. Pero su compromiso público es bien nítido: «Garantizamos la libertad de elección de las familias». Y es un alivio escuchar en la sede del Gobierno vasco lo que los acomplejados presidentes de Cataluña y Baleares no pueden ni quieren decir.

Patxi López es consciente de que mientras los sectores que le apoyan esperan resultados inmediatos con prisa y ansiedad el mundo nacionalista le mira con una mezcla de desdén y prevención. El resultado de ambos fenómenos es el alto nivel de desconfianza en su gestión que ha reflejado alguna encuesta reciente. Pero él se aferra a su proyecto de «cambio tranquilo». Me mira a los ojos no con ingenuidad sino con franqueza: «¿Y tú cómo lo harías?». Y, claro, me doy cuenta de que preside un gobierno en minoría, de que su investidura fue acogida por el PNV como una especie de golpe institucional y de que él y todos sus consejeros han sido amenazados de muerte por ETA. «Pues con mucho cuidado y poco a poco; porque lo esencial es que podáis durar, que esto no sea un pequeño paréntesis en medio de la dominación nacionalista».

El lehendakari reconoce que una de las mejores cosas que le ha pasado en estos meses es constatar la lealtad y el apoyo constructivo que está recibiendo de Antonio Basagoiti. Hay sintonía personal, hay complicidad política y eso es mucho más importante que los escuetos pactos escritos. «Antonio está haciendo una apuesta muy inteligente a medio plazo porque contar con el PP empieza a formar ya parte de la normalidad vasca».

Patxi López tiene detrás a todos los sectores del socialismo vasco y se siente plenamente apoyado por Zapatero y por el PSOE, pero sus colaboradores hablan recurrentemente de «la cabronada». «La cabronada» por aquí, «la cabronada» por allá. Se refieren al acuerdo que Jose Antonio Alonso cerró en nombre del Grupo Socialista para lograr el apoyo del PNV a los Presupuestos Generales del Estado a cambio de renegociar la transferencia al País Vasco de las políticas activas del INEM que Chaves y el propio lehendakari habían dado por hecha en público. Es el fuero y es el huevo porque, al margen del desaire y del oxígeno prestado a un PNV en horas bajas, lo ocurrido implica el bloqueo de la entrega de al menos 300 millones con los que la consejera de Trabajo Gema Zabaleta pensaba realizar innovadores programas para mejorar la cualificación profesional de los trabajadores vascos.

«Pero, claro, yo también comprendo a Toño Alonso: necesitaba los votos de alguien, con CiU era imposible y con los demás no era suficiente», admite Patxi López suscitando la duda de si no será demasiado buena persona para dedicarse a esto. «En todo caso lo importante de este asunto será cómo termine».

El lehendakari y su equipo son conscientes de la encrucijada que vive el País Vasco en relación con el debate desatado en ETA y las repercusiones que ello pueda tener en la recomposición del mapa político. De su reflexión interna surgen dos ideas muy claras. En primer lugar, por amplia que vaya siendo en la izquierda abertzale la mayoría partidaria de dejar la violencia, a corto plazo volverá a imponerse, «como ha ocurrido siempre», la minoría dura. En segundo lugar, el final de ETA no se parecerá al de la primera guerra carlista con un acto simbólico nítido como el «abrazo de Vergara» sino que se asemejará más al de la segunda guerra carlista cuando los distintos núcleos combatientes fueron diluyéndose poco a poco. «ETA y la izquierda abertzale tienen que hacerse mayores», resume el lehendakari, «y esta vez no les vamos a ayudar. Tendrán que hacerlo solos».

El escenario que legal, política y socialmente más preocupa al nuevo Gobierno vasco es el de que el llamado «polo soberanista» cuaje de cara a las municipales del año próximo y los candidatos de Batasuna se integren en las listas de un partido de indiscutible trayectoria democrática como Eusko Alkartasuna al pairo de una tregua temporal de ETA. «Sería muy difícil impedirlo por la vía judicial». Hoy por hoy, los puentes de las fuerzas constitucionales con la formación que fundara Carlos Garaikoetxea están poco menos que rotos y no es difícil detectar en el entorno del lehendakari una fuerte zozobra ante la hipótesis de que EA trate de impedir su propia consunción, prestándose a servir de caballo de Troya para la vuelta de los proetarras a las instituciones.

En todo caso, al margen de cuáles sean las maniobras de sus rivales, Patxi López tiene muy clara su propia oferta a la ciudadanía. Lo acaba de exponer con palabras que, en un lugar con tanta afición por el deporte, cualquiera puede entender. Es una idea que ha tomado prestada de un pasaje del libro sobre Mandela en el que John Carlin explica cómo se apoyó en el rugby para construir la nueva Sudáfrica: «Queremos hacer el equipo de Euskadi con todos los vascos y las vascas».

Empezó siendo Patxi Nadie, el éxito electoral le convirtió en Patxi Alguien y ahora es el primer lehendakari que todos los españoles podemos considerar un poco nuestro. Que esté saliendo adelante sin traicionar los principios con los que concurrió a las elecciones es una de las pocas cosas positivas que suceden en esta temporada de desastres. Por eso nunca le pediré que aumente el tamaño de los tres banderines tipo Exin Castillos que alguien parece haber dejado aparcados durante un rato a la puerta de la Lehendakaritza como si fueran pivotes de los que estrechan el tráfico en las carreteras. En una tierra como ésta tan propensa a pasear y esgrimir enseñas, casi es preferible que la bandera española sea así de pequeña con tal de que también lo sea la ikurriña.

Sí que me atrevo a darle, en cambio, tres consejos: entérese de quién es el autor del enorme cuadro abstracto ante el que come sin inmutarse todos los días pues seguro que alguien se lo volverá a preguntar, cambie de cocinero -el representante de la comunidad con mejor gastronomía de Europa no puede ofrecer un risoto con textura de argamasa, unos chipirones insípidos y una macedonia empalagosa- y, aunque haya que poner todos los andamios que haga falta, ordene, por favor, extraer los cadáveres de las palomas de las cañerías. Ya no hay ninguna razón por la que tenga que oler a podrido en Ajuria Enea.

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